EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POST-SINODAL
CHRISTIFIDELES LAICI
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO
POST-SINODAL
CHRISTIFIDELES LAICI
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO
A los Obispos
A los sacerdotes y diáconos
A los religiosos y religiosas
A todos los fieles laicos
A los sacerdotes y diáconos
A los religiosos y religiosas
A todos los fieles laicos
INTRODUCCIÓN
1. Los fieles laicos (Christifideles laici), cuya «vocación y
misión en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II»
ha sido el tema del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel Pueblo de
Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de
Mateo: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario, que salió a
primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado
con los obreros en un denario al día, los envió a su viña» (Mt 20, 1-2).
La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la
viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamadas
por Él y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero (cf. Mt 13, 38), que debe ser
transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del
Reino de Dios.
Id también vosotros a mi viña
2. «Salió luego hacia las nueve de la mañana, vio otros que estaban en
la plaza desocupados y les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (Mt 20, 3-4).
El llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se
dirige a cada hombre que viene a este mundo.
En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés
que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una
conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz
de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de salvación»[1].
Id también vosotros. La llamada no se
dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas,
sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados
personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia
y del mundo. Lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo,
comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: «Fijaos en vuestro
modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor.
Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor»[2].
De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal,
espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la
naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles
laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al
llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles
laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña: «Este Sacrosanto
Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso
y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con
mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que
esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con
entusiasmo y magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos
los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más
íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp 2, 5), se asocien a
su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares adonde
Él está por venir (cf. Lc 10, 1»[3].
Id también vosotros a mi viña. Estas palabras han
resonado espiritualmente, una vez más, durante la celebración del Sínodo de los Obispos, que ha tenido lugar
en Roma entre el 1º y el 30 de octubre de 1987. Colocándose en los senderos del
Concilio y abriéndose a la luz de las experiencias personales y comunitarias de
toda la Iglesia, los Padres, enriquecidos por los Sínodos precedentes, han
afrontado de modo específico y amplio el tema de la vocación y misión de los
laicos en la Iglesia y en el mundo.
En esta Asamblea episcopal no ha faltado una cualificada representación
de fieles laicos, hombres y mujeres, que han aportado una valiosa contribución
a los trabajos del Sínodo, como ha sido públicamente reconocido en la homilía
conclusiva: «Damos gracias por el hecho de que en el curso del Sínodo hemos
podido contar con la participación de los laicos (auditores y auditrices), pero más aún porque
el desarrollo de las discusiones sinodales nos ha permitido escuchar la voz de
los invitados, los representantes del laicado provenientes de todas las partes
del mundo, de los diversos Países, y nos ha dado ocasión de aprovechar sus
experiencias, sus consejos, las sugerencias que proceden de su amor a la causa
común»[4].
Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido
comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia,
suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles
laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de
colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación
activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis;
por los múltiples servicios y tareas confiados a los fieles laicos y asumidos
por ellos; por el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de
espiritualidad y de compromiso laicales; por la participación más amplia y
significativa de la mujer en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la
sociedad.
Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los
fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En particular,
se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse:
la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas
eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica
dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social,
económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida
separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta
en las más diversas realidades temporales y terrenas.
En el curso de sus trabajos, el Sínodo ha hecho referencia
constantemente al Concilio Vaticano II, cuyo magisterio sobre el laicado, a
veinte años de distancia, se ha manifestado de sorprendente actualidad y tal
vez de alcance profético: tal magisterio es capaz de iluminar y de guiar las
respuestas que se deben dar hoy a los nuevos problemas. En realidad, el desafío
que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías
concretas para lograr que la espléndida «teoría» sobre el laicado expresada por
el Concilio llegue a ser una auténtica «praxis» eclesial. Además, algunos
problemas se imponen por una cierta «novedad» suya, tanto que se los puede llamar
posconciliares, al menos en sentido cronológico: a ellos los Padres sinodales
han reservado con razón una particular atención en el curso de sus discusiones
y reflexiones. Entre estos problemas se deben recordar los relativos a los
ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos,
la difusión y el desarrollo de nuevos «movimientos» junto a otras formas de
agregación de los laicos, el puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia
como en la sociedad.
Los Padres sinodales, al término de sus trabajos, llevados a cabo con
gran empeño, competencia y generosidad, me han manifestado su deseo y me han
pedido que, a su debido tiempo, ofreciese a la Iglesia universal un documento
conclusivo sobre los fieles laicos[5].
Esta Exhortación Apostólica post-sinodal quiere dar todo su valor a la
entera riqueza de los trabajos sinodales: desde los Lineamenta hasta el Instrumentum laboris; desde la relación
introductoria hasta las intervenciones de cada uno de los obispos y de los
laicos y la relación de síntesis al final de las sesiones en el aula; desde los
trabajos y relaciones de los «círculos menores» hasta las «proposiciones»
finales y el Mensaje final. Por eso el presente documento no es paralelo al
Sínodo, sino que constituye su fiel y coherente expresión; es fruto de un
trabajo colegial, a cuyo resultado final el Consejo de la Secretaría General
del Sínodo y la misma Secretaría han sumado su propia aportación.
El objetivo que la Exhortación quiere alcanzar es suscitar y alimentar
una más decidida toma de conciencia del don y de la responsabilidad que todos
los fieles laicos —y cada uno de ellos en particular— tienen en la comunión y
en la misión de la Iglesia.
Las actuales cuestiones urgentes del mundo: ¿Porqué estáis aquí ociosos
todo el día?
3. El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto el fruto más
valioso deseado por él, es la acogida por parte de los fieles
laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la
Iglesia en esta magnífica y dramática hora de
la historia, ante la llegada inminente del tercer milenio.
Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas,
políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de
los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el
tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito
permanecer ocioso.
Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: «Todavía salió a eso
de las cinco de la tarde, vió otros que estaban allí, y les dijo: "¿Por
qué estáis aquí todo el día parados?" Le respondieron: "Es que nadie
nos ha contratado". Y él les dijo: "Id también vosotros a mi
viña"» (Mt 20, 6-7).
No hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la
viña del Señor. El «dueño de casa» repite con más fuerza su invitación: «Id
vosotros también a mi viña».
La voz del Señor resuena ciertamente en lo más íntimo del ser mismo de
cada cristiano que, mediante la fe y los sacramentos de la iniciación
cristiana, ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como miembro vivo
en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación. Pero la voz del
Señor también pasa a través de las vicisitudes históricas de la Iglesia y de la
humanidad, como nos lo recuerda el Concilio: «El Pueblo de Dios, movido por la
fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor que
llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y
deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos
verdaderos de la presencia o del designio de Dios. En efecto, la fe todo lo
ilumina con nueva luz, y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del
hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas»[6].
Es necesario entonces mirar cara a cara este mundo nuestro con sus
valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas:
un mundo cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales
presentan problemas y dificultades más graves respecto a aquél que describía el
Concilio en la Constitución pastoral Gaudium
et spes[7]. De todas formas, esésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión.
Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del mundo
(cf. Mt 5, 13-14). Pero ¿cuál es el rostro actual de la «tierra» y del «mundo» en el que los cristianos han de ser «sal» y
«luz»?
Es muy grande la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen
en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente aceleración del
cambio. Por esto es absolutamente necesario guardarse de las generalizaciones y
simplificaciones indebidas. Sin embargo, es posible advertir algunas líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad actual. Así como en el
campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano, también en la
historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo contradictorio de la
libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al otro y a veces
profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la justicia, la
angustia y la esperanza.
Secularismo y necesidad de lo religioso
4. ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia religiosa y delateismo en sus más diversas formas, particularmente en aquella —hoy quizás más
difundida— del secularismo? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo
científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva
tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn 3, 5) mediante el uso de una libertad
sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón:
se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo
rechaza poniéndose a adorar los más diversos «ídolos».
Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo
afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades
enteras, como ya observó el Concilio: «Crecientes multitudes se alejan
prácticamente de la religión»[8]. Varias veces yo mismo he recordado el
fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición
cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización.
Y sin embargo la aspiración y la necesidad de lo
religioso no pueden ser
suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de
afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular
el del sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de
hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a voces por San Agustín: «Nos
has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no
descansa en Ti»[9]. Así también, el mundo actual testifica,
siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y
trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al
sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el
Nombre del Señor.
La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada
5. Pensamos, además, en las múltiples violaciones a las que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de
Dios (cf. Gn1, 26), el ser humano queda expuesto a
las formas más humillantes y aberrantes de «instrumentalización», que lo
convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y «el más fuerte» puede
asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos
inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass-media.
De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas
nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia
de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes
civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y
al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho
a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de
conciencia y de profesión de fe religiosa.
¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados
en el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus mismos
padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países,
poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan
los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y
algunas carecen hasta de lo necesario para su propia subsistencia. Tremendos
recintos de pobreza y de miseria, física y moral a la vez, se han vuelto ya
anodinos y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras
afligen mortalmente a enteros grupos humanos.
Pero la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a
menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad
de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre.
De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor
fuerza del sentido de la dignidad personal de cada
ser humano. Una beneficiosa
corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más
conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una «cosa» o un «objeto» del
cual servirse; sino que es siempre y sólo un «sujeto», dotado de conciencia y
de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia,
ordenado a valores espirituales y religiosos.
Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los «humanismos». Si algunos,
por su matriz ateo y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular
al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar a una
verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según la verdad la
grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo y favoreciendo su
dignidad total.
Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad
de participación.Indudablemente es
éste uno de los rasgos característicos de la humanidad actual, un auténtico
«signo de los tiempos» que madura en diversos campos y en diversas direcciones:
sobre todo en lo relativo a la mujer y al mundo juvenil, y en la dirección de
la vida no sólo familiar y escolar, sino también cultural, económica, social y
política. El ser protagonistas, creadores de algún modo de una nueva cultura
humanista, es una exigencia universal e individual[10].
Conflictividad y paz
6. Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que
caracteriza la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la
humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es éste un fenómeno
pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las mentalidades y de
las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto enfrentamiento entre
personas, grupos, categorías, naciones y bloques de naciones. Es un antagonismo
que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en
proporciones mucho más amplias, diversos sectores de la humanidad
contemporánea, queriendo demostrar su «omnipotencia», renuevan la necia
experiencia de la construcción de la «torre de Babel» (cf. Gn 11, 1-9), que, sin
embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación y la opresión.
La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y desgarrada en sí
misma.
Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los
individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en la justicia. La
bienaventuranza evangélica: «dichosos los que obran la paz» (Mt 5, 9) encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y
significativa resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras
poblaciones viven, sufren y trabajan. La participación de tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más
recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino encontramos
a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en el campo social y
político, y de los modos más diversos, sean institucionales o bien de asistencia
voluntaria y de servicio a los necesitados.
Jesucristo, la esperanza de la humanidad
7. Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros
enviados por el «dueño de casa» para trabajar en su viña.
En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros,
pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que
acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está en
parte condicionada, pero no dominada ni muchos menos aplastada, porque el Espíritu
Santo, que es su alma, la sostiene en su misión.
La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad
para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las
dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas,
por el pecado y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo,
Redentor del hombre y del mundo.
La Iglesia sabe que es enviada por Él como «signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano[11].
En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe
esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es
la «noticia» nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres.
En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto
original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está
presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de
esperanza y de amor.
(Continúa en el Cap. I)