CARTA APOSTÓLICA
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
VII
EL BUEN
SAMARITANO
28.
Pertenece también al Evangelio del sufrimiento —y de modo orgánico— la parábola
del buen Samaritano. Mediante esta parábola Cristo quiso responder a la
pregunta « ¿Y quién es mi prójimo? ».(90) En efecto, entra los tres que
viajaban a lo largo de la carretera de Jerusalén a Jericó, donde estaba tendido
en tierra medio muerto un hombre robado y herido por los ladrones, precisamente
el Samaritano demostró ser verdaderamente el « prójimo
» para aquel infeliz. « Prójimo » quiere decir también aquél que
cumplió el mandamiento del amor al prójimo. Otros dos hombres recorrían el
mismo camino; uno era sacerdote y el otro levita, pero cada uno « lo vio y pasó
de largo ». En cambio, el Samaritano « lo vio y tuvo compasión... Acercóse, le
vendó las heridas », a continuación « le condujo al mesón y cuidó de él ».(91)
y al momento de partir confió el cuidado del hombre herido al mesonero,
comprometiéndose a abonar los gastos correspondientes.
La parábola
del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto,
cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No
nos está permitido « pasar de largo », con indiferencia, sino que debemos «
pararnos » junto a él. Buen Samaritano es todo hombre, que se para
junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea.
Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el
abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también
su expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al
sufrimiento ajeno, el hombre que « se conmueve » ante la desgracia del
prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción,
quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento
ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del
corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A
veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de
nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.
Sin embargo,
el buen Samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y
compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a
ayudar al hombre herido. Por consiguiente, es en definitiva buen
Samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier
clase que sea. Ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo su
corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a
sí mismo, su propio « yo », abriendo este « yo » al otro. Tocamos aquí uno de
los puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede «
encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los
demás »,(92) Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente
de ese don de sí mismo.
29.
Siguiendo la parábola evangélica, se podría decir que el sufrimiento, que bajo
tantas formas diversas está presente en el mundo humano, está también presente
para irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio
« yo » en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse
que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor
humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el
hombre lo debe de algún modo al sufrimiento.
No puede el hombre « prójimo »
pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental
solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe « pararse
», « conmoverse », actuando como el Samaritano de la parábola evangélica. La
parábola en sí expresa una verdad profundamente cristiana, pero
a la vez tan universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje habitual
se llama obra « de buen samaritano » toda actividad en favor de los hombres que
sufren y de todos los necesitados de ayuda.
Esta actividad asume,
en el transcurso de los siglos, formas institucionales organizadas
y constituye un terreno de trabajo en las respectivas profesiones. ¡Cuánto
tiene « de buen samaritano » la profesión del médico, de la enfermera, u otras
similares! Por razón del contenido « evangélico », encerrado en ella, nos
inclinamos a pensar más bien en una vocación que en una profesión. Y las
instituciones que, a lo largo de las generaciones, han realizado un servicio «
de samaritano » se han desarrollado y especializado todavía más en nuestros
días. Esto prueba indudablemente que el hombre de hoy se para con cada vez
mayor atención y perspicacia junto a los sufrimientos del prójimo, intenta
comprenderlos y prevenirlos cada vez con mayor precisión. Posee una capacidad y
especialización cada vez mayores en este sector. Viendo todo esto, podemos
decir que la parábola del Samaritano del Evangelio se ha convertido en uno
de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización
universalmente humana. Y pensando en todos los hombres, que con su
ciencia y capacidad prestan tantos servicios al prójimo que sufre, no podemos
menos de dirigirles unas palabras de aprecio y gratitud.
Estas se
extienden a todos los que ejercen de manera desinteresada el propio servicio al
prójimo que sufre, empeñándose voluntariamente en la ayuda « como
buenos samaritanos », y destinando a esta causa todo el tiempo y las fuerzas
que tienen a su disposición fuera del trabajo profesional. Esta espontánea
actividad « de buen samaritano » o caritativa, puede llamarse actividad social,
puede también definirse como apostolado, siempre que se
emprende por motivos auténticamente evangélicos, sobre todo si esto ocurre en
unión con la Iglesia o con otra Comunidad cristiana. La actividad voluntaria «
de buen samaritano » se realiza a través de instituciones adecuadas
o también por medio de organizaciones creadas para esta
finalidad. Actuar de esta manera tiene una gran importancia, especialmente si
se trata de asumir tareas más amplias, que exigen la cooperación y el uso de
medios técnicos. No es menos preciosa también la actividad individual,
especialmente por parte de las personas que están mejor preparadas para ella,
teniendo en cuenta las diversas clases de sufrimiento humano a las que la ayuda
no puede ser llevada sino individual o personalmente. Ayuda familiar, por
su parte, significa tanto los actos de amor al prójimo hechos a las personas pertenecientes
a la misma familia, como la ayuda recíproca entra las familias.
Es difícil
enumerar aquí todos los tipos y ámbitos de la actividad « como samaritano » que
existen en la Iglesia y en la sociedad. Hay que reconocer que son muy
numerosos, y expresar también alegría porque, gracias a ellos, los valores
morales fundamentales, como el valor de la solidaridad humana, el
valor del amor cristiano al prójimo, forman el marco de la vida social y de las
relaciones interpersonales, combatiendo en este frente las diversas formas de
odio, violencia, crueldad, desprecio por el hombre, o las de la mera «
insensibilidad », o sea la indiferencia hacia el prójimo y sus sufrimientos.
Es
enorme el significado de las actitudes oportunas que deben emplearse en
la educación. La familia, la escuela, las demás instituciones
educativas, aunque sólo sea por motivos humanitarios, deben trabajar con
perseverancia para despertar y afinar esa sensibilidad hacia el prójimo y su
sufrimiento, del que es un símbolo la figura del Samaritano evangélico. La
Iglesia obviamente debe hacer lo mismo, profundizando aún más intensamente
—dentro de lo posible— en los motivos que Cristo ha recogido en su parábola y
en todo el Evangelio. La elocuencia de la parábola del buen Samaritano, como también
la de todo el Evangelio, es concretamente ésta: el hombre debe sentirse llamado
personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las
instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo, ninguna
institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la compasión humana, el
amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del
sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale
todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que
sufre es ante todo el alma.
30. La
parábola del buen Samaritano, que —como hemos dicho— pertenece al Evangelio del
sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de la Iglesia y del
cristianismo, a lo largo de la historia del hombre y de la humanidad.
Testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido salvífico del
sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de
pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la
pasividad ante el sufrimiento. El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo
activo. De este modo realiza el programa mesiánico de su misión, según las
palabras del profeta: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió
para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad,
a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los
oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor ».(93) Cristo realiza con
sobreabundancia este programa mesiánico de su misión: Él pasa
« haciendo el bien »,(94) y el bien de sus obras destaca sobre todo ante el
sufrimiento humano. La parábola del buen Samaritano está en profunda armonía
con el comportamiento de Cristo mismo.
Esta
parábola entrará, finalmente, por su contenido esencial, en aquellas
desconcertantes palabras sobre el juicio final, que Mateo ha recogido en su
Evangelio: « Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; preso, y vinisteis a verme ».(95) A los
justos que pregunten cuándo han hecho precisamente esto, el Hijo del Hombre
responderá: « En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno
de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis ».(96) La sentencia
contraria tocará a los que se comportaron diversamente: « En verdad os diga que
cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis
de hacerlo ».(97)
Se podría
ciertamente alargar la lista de los sufrimientos que han encontrado la
sensibilidad humana, la compasión, la ayuda, o que no las han encontrado. La
primera y la segunda parte de la declaración de Cristo sobre el juicio final
indican sin ambigüedad cuán esencial es, en la perspectiva de la vida eterna de
cada hombre, el « pararse », como hizo el buen Samaritano, junto al sufrimiento
de su prójimo, el tener « compasión », y finalmente el dar ayuda. En el
programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de
Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor,
para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la
civilización humana en la « civilización del amor ». En este amor el
significado salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su
dimensión definitiva. Las palabras de Cristo sobre el juicio final permiten
comprender esto con toda la sencillez y claridad evangélica.
Estas
palabras sobre el amor, sobre los actos de amor relacionados con el sufrimiento
humano, nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos los
sufrimientos humanos, el mismo sufrimiento redentor de Cristo. Cristo
dice: « A mí me lo hicisteis ». Él mismo es el que en cada uno experimenta el
amor; Él mismo es el que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada uno que sufre
sin excepción. Él mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento
salvífico se ha abierto de una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y
todos los que sufren han sido llamados de una vez para siempre a ser partícipes
« de los sufrimientos de Cristo ».(98) Así como todos son llamados a «
completar » con el propio sufrimiento « lo que falta a los padecimientos de
Cristo ».(99) Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien
con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble
aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
VIII
CONCLUSIÓN
31. Este es
el sentido del sufrimiento, verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque
se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque
en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia
dignidad y su propia misión.
El
sufrimiento ciertamente pertenece al misterio del hombre. Quizás no está
rodeado, como está el mismo hombre, por ese misterio que es particularmente
impenetrable. El Concilio Vaticano II ha expresado esta verdad: « En realidad,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque... Cristo, el
nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación ».(100) Si estas palabras se refieren a todo lo que contempla el
misterio del hombre, entonces ciertamente se refieren de modo muy
particular al sufrimiento humano. Precisamente en este punto
el « manifestar el hombre al hombre y descubrirle la sublimidad de su vocación
» es particularmente indispensable. Sucede también —como lo
prueba la experiencia— que esto es particularmente dramático. Pero
cuando se realiza en plenitud y se convierte en luz para la vida humana, esto
es también particularmente alegre. « Por Cristo y en Cristo se ilumina el
enigma del dolor y de la muerte ».(101)
Concluimos
las presentes consideraciones sobre el sufrimiento en el año en el que la
Iglesia vive el Jubileo extraordinario relacionado con el aniversario de la
Redención.
El misterio
de la redención del mundo está arraigado en el sufrimiento de
modo maravilloso, y éste a su vez encuentra en ese misterio su supremo y más
seguro punto de referencia.
Deseamos
vivir este Año de la Redención unidos especialmente a todos los que sufren. Es
menester pues que a la cruz del Calvario acudan idealmente todos los creyentes
que sufren en Cristo —especialmente cuantos sufren a causa de su fe en El
Crucificado y Resucitado— para que el ofrecimiento de sus sufrimientos acelere
el cumplimiento de la plegaria del mismo Salvador por la unidad de todos.(102)
Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque en la cruz está el «
Redentor del hombre », el Varón de dolores, que ha asumido en sí mismo los
sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para
que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su
dolor y las respuestas válidas a todas sus preguntas.
Con
María, Madre de Cristo, que estaba junto a la
Cruz, (103) nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy.
Invoquemos a
todos los Santos que a lo largo de los siglos fueron
especialmente partícipes de los sufrimientos de Cristo. Pidámosles que nos
sostengan.
Y os pedimos
a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois
débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la
Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien
y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento
en unión con la cruz de Cristo.
A todos,
queridos hermanos y hermanas, os envío mi Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la memoria litúrgica de Nuestra
Señora de Lourdes, el día 11 de febrero del año 1984, sexto de mi Pontificado.