CARTA APOSTÓLICA
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
VI
EL EVANGELIO
DEL SUFRIMIENTO
25. Los
testigos de la cruz y de la resurrección de Cristo han transmitido a la Iglesia
y a la humanidad un específico Evangelio del sufrimiento. El mismo Redentor ha
escrito este Evangelio ante todo con el propio sufrimiento asumido por amor,
para que el hombre « no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(80) Este
sufrimiento, junto con la palabra viva de su enseñanza, se ha convertido en un
rico manantial para cuantos han participado en los sufrimientos de Jesús en la
primera generación de sus discípulos y confesores y luego en las que se han ido
sucediendo a lo largo de los siglos.
Es ante todo
consolador —como es evangélica e históricamente exacto— notar que al lado de
Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a Él está siempre su Madre
Santísima por el testimonio ejemplar que con su vida entera da
a este particular Evangelio del sufrimiento. En Ella los numerosos e intensos
sufrimientos se acumularon en una tal conexión y relación, que si bien fueron
prueba de su fe inquebrantable, fueron también una contribución a la redención
de todos. En realidad, desde el antiguo coloquio tenido con el ángel, Ella
entrevé en su misión de madre el « destino » a compartir de manera única e
irrepetible la misión misma del Hijo. Y la confirmación de ello le vino
bastante pronto, tanto de los acontecimientos que acompañaron el nacimiento de
Jesús en Belén, cuanto del anuncio formal del anciano Simeón, que habló de una
espada muy aguda que le traspasaría el alma, así como de las ansias y
estrecheces de la fuga precipitada a Egipto, provocada por la cruel decisión de
Herodes.
Más aún, después
de los acontecimientos de la vida oculta y pública de su Hijo, indudablemente
compartidos por Ella con aguda sensibilidad, fue en el Calvario donde el
sufrimiento de María Santísima, junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya
difícilmente imaginable en su profundidad desde el punto de vista humano, pero
ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para los fines de la
salvación universal. Su subida al Calvario, su « estar » a los pies de la cruz
junto con el discípulo amado, fueron una participación del todo especial en la
muerte redentora del Hijo, como por otra parte las palabras que pudo escuchar
de sus labios, fueron como una entrega solemne de este típico Evangelio que hay
que anunciar a toda la comunidad de los creyentes.
Testigo de
la pasión de su Hijo con su presencia y partícipe de la misma
con su compasión, María Santísima ofreció una aportación singular
al Evangelio del sufrimiento, realizando por adelantado la expresión paulina
citada al comienzo. Ciertamente Ella tiene títulos especialísimos para poder
afirmar lo de completar en su carne —como también en su corazón— lo que falta a
la pasión de Cristo.
A la luz del
incomparable ejemplo de Cristo, reflejado con singular evidencia en la vida de
su Madre, el Evangelio del sufrimiento, a través de la experiencia y la palabra
de los Apóstoles, se convierte en fuente inagotable para las
generaciones siempre nuevas que se suceden en la historia de la
Iglesia. El Evangelio del sufrimiento significa no sólo la presencia del
sufrimiento en el Evangelio, como uno de los temas de la Buena Nueva, sino
además la revelación de la fuerza salvadora y del significado
salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y luego en
la misión y en la vocación de la Iglesia.
Cristo no
escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento. Decía
muy claramente: « Si alguno quiere venir en pos de mí... tome cada día su cruz
»,(81) y a sus discípulos ponía unas exigencias de naturaleza moral, cuya
realización es posible sólo a condición de que « se nieguen a sí mismos ».(82)
La senda que lleva al Reino de los cielos es « estrecha y angosta », y Cristo
la contrapone a la senda « ancha y espaciosa » que, sin embargo, « lleva a la
perdición ».(83) Varias veces dijo también Cristo que sus discípulos y
confesores encontrarían múltiples persecuciones; esto —como se
sabe— se verificó no sólo en los primeros siglos de Ia vida de la Iglesia bajo
el imperio romano, sino que se ha realizado y se realiza en diversos períodos
de la historia y en diferentes lugares de la tierra, aun en nuestros días.
He aquí
algunas frases de Cristo sobre este tema: « Pondrán sobre vosotros las manos y
os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en prisión,
conduciéndoos ante los reyes y gobernadores por amor de mi nombre. Será para
vosotros ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no
preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a
la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis
entregados aun por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los
amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a
causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un solo cabello de vuestra
cabeza. Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas ».(84)
El Evangelio
del sufrimiento habla ante todo, en diversos puntos, del sufrimiento «por
Cristo», « a causa de Cristo », y esto lo hace con las palabras mismas de
Cristo, o bien con las palabras de sus Apóstoles. El Maestro no esconde a sus
discípulos y seguidores la perspectiva de tal sufrimiento; al contrario lo
revela con toda franqueza, indicando contemporáneamente las fuerzas
sobrenaturales que les acompañarán en medio de las persecuciones y
tribulaciones « por su nombre ». Estas serán en conjunto como una
verificación especial de la semejanza a Cristo y de la unión con Él. «
Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros...
pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el
mundo os aborrece... No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a
mí, también a vosotros os perseguirán... Pero todas estas cosas haránlas con
vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado ».(85)
« Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener
tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo ».(86)
Este primer
capítulo del Evangelio del sufrimiento, que habla de las persecuciones, o sea
de las tribulaciones por causa de Cristo, contiene en sí una llamada
especial al valor y a la fortaleza, sostenida por la elocuencia de la
resurrección. Cristo ha vencido definitivamente al mundo con su resurrección;
sin embargo, gracias a su relación con la pasión y la muerte, ha vencido al
mismo tiempo este mundo con su sufrimiento. Sí, el sufrimiento ha sido incluido
de modo singular en aquella victoria sobre el mundo, que se ha manifestado en
la resurrección. Cristo conserva en su cuerpo resucitado las señales de las
heridas de la cruz en sus manos, en sus pies y en el costado. A través de la
resurrección manifiesta la fuerza victoriosa del sufrimiento, y quiere
infundir la convicción de esta fuerza en el corazón de los que escogió como sus
Apóstoles y de todos aquellos que continuamente elige y envía. El apóstol Pablo
dirá: « Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán
persecuciones ».(87)
26. Si el
primer gran capítulo del Evangelio del sufrimiento está escrito, a lo largo de
las generaciones, por aquellos que sufren persecuciones por Cristo, igualmente
se desarrolla a través de la historia otro gran capítulo de este Evangelio. Lo
escriben todos los que sufren con Cristo, uniendo los propios
sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador. En ellos se realiza lo que los
primeros testigos de la pasión y resurrección han dicho y escrito sobre la
participación en los sufrimientos de Cristo. Por consiguiente, en ellos se
cumple el Evangelio del sufrimiento y, a la vez, cada uno de ellos continúa en
cierto modo a escribirlo; lo escribe y lo proclama al mundo, lo anuncia en su
ambiente y a los hombres contemporáneos.
A través de
los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se
esconde una particular fuerza que acerca interiormente
el hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda
conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio
de Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre
descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el
sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva
dimensión de toda su vida y de su vocación. Este
descubrimiento es una confirmación particular de la grandeza espiritual que en
el hombre supera el cuerpo de modo un tanto incomprensible. Cuando este cuerpo
está gravemente enfermo, totalmente inhábil y el hombre se siente como incapaz
de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez interior
y la grandeza espiritual, constituyendo una lección conmovedora
para los hombres sanos y normales.
Esta madurez
interior y grandeza espiritual en el sufrimiento, ciertamente son fruto de
una particular conversión y cooperación con la gracia del
Redentor crucificado. Él mismo es quien actúa en medio de los sufrimientos
humanos por medio de su Espíritu de Verdad, por medio del Espíritu Consolador.
Él es quien transforma, en cierto sentido, la esencia misma de la vida
espiritual, indicando al hombre que sufre un lugar cercano a sí. Él es
—como Maestro y Guía interior— quien enseña al hermano y a la
hermana que sufren este intercambio admirable, colocado en lo
profundo del misterio de la redención. El sufrimiento es, en sí mismo, probar
el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o
sea del bien de la salvación eterna. Cristo con su sufrimiento en la cruz ha
tocado las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Ha vencido
al artífice del mal, que es Satanás, y su rebelión permanente contra el
Creador. Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega
gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo
convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando
sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero eficaz, Cristo
introduce en este mundo, en este Reino del Padre al hombre que sufre, en cierto
modo a través de lo íntimo de su sufrimiento. En efecto, el sufrimiento no
puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior,
sino interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico, se
encuentra muy dentro de todo sufrimiento humano, y puede actuar desde el
interior del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad, de su Espíritu
Consolador.
No basta. El
divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del
corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos. Como
continuación de la maternidad que por obra del Espíritu Santo le había dado la
vida, Cristo moribundo confirió a la siempre Virgen María una nueva
maternidad —espiritual y universal— hacia todos los hombres, a fin de
que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara, junto con María,
estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada sufrimiento, regenerado con la
fuerza de esta cruz, se convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza
de Dios.
Pero este
proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera. A menudo comienza y
se instaura con dificultad. El punto mismo de partida es ya diverso; diversa es
la disposición, que el hombre lleva en su sufrimiento. Se puede sin embargo
decir que casi siempre cada uno entra en el sufrimiento con una protesta típicamente
humana y con la pregunta del « por qué ». Se pregunta sobre el sentido
del sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta a nivel humano.
Ciertamente pone muchas veces esta pregunta también a Dios, al igual que a
Cristo. Además, no puede dejar de notar que Aquel, a quien pone su pregunta,
sufre Él mismo, y por consiguiente quiere responderle desde la
cruz, desde el centro de su propio sufrimiento. Sin
embargo a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respuesta
comience a ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no responde
directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del
sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se
convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo.
La respuesta
que llega mediante esta participación, a lo largo del camino del encuentro
interior con el Maestro, es a su vez algo más que una mera respuesta
abstracta a la pregunta acerca del significado del sufrimiento. Esta
es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación. Cristo no explica
abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: « Sígueme
», « Ven », toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo,
que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A medida que
el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo,
se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre
este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al
mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende
al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal.
Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la
alegría espiritual.
27. De esta
alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros ».(88) Se convierte en fuente de alegría la
superación del sentido de inutilidad del sufrimiento, sensación que a
veces está arraigada muy profundamente en el sufrimiento humano. Este no sólo
consuma al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo en una carga
para los demás. El hombre se siente condenado a recibir ayuda y asistencia por
parte de los demás y, a la vez, se considera a sí mismo inútil. El
descubrimiento del sentido salvífico del sufrimiento en unión con Cristo transforma
esta sensación deprimente. La fe en la participación en los
sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que
sufre « completa lo que falta a los padecimientos de Cristo »; que en la
dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como
Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo
tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio
insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz
del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del
sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los
bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más
que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma
las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia
de la humanidad la fuerza de la Redención. En la lucha « cósmica » entra las
fuerzas espirituales del bien y las del mal, de las que habla la carta a los
Efesios,(89) los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de
Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo
el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.
Por esto, la
Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto
múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la
Iglesia recurren precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y
apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe continuamente, y continuamente
habla con las palabras de esta extraña paradoja. Los manantiales de la fuerza
divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana. Los que participan
en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una
especialísima partícula del tesoro infinito de la redención
del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás. El hombre, cuanto más
se siente amenazado por el pecado, cuanto más pesadas son las estructuras del
pecado que lleva en sí el mundo de hoy, tanto más grande es la elocuencia que
posee en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la necesidad
de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo.
Continúa en el CAP. VII
EL BUEN
SAMARITANO