CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
La Iglesia y el discernimiento
de algunas tendencias de la teología moral actual
de algunas tendencias de la teología moral actual
Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tt 2, 1)
28. La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha
permitido recoger los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del
Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Son: la subordinación
del hombre y de su obrar a Dios, el único que es «Bueno»; la relación,
indicada de modo claro en los mandamientos divinos, entre el bien moral de
los actos humanos y la vida eterna; el seguimiento de
Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y
finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la
vida moral de la «nueva criatura» (cf. 2 Co 5, 17).
La Iglesia, en su reflexión moral, siempre ha tenido presentes
las palabras que Jesús dirigió al joven rico. En efecto, la sagrada Escritura
es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha
recordado el concilio Vaticano II: «El Evangelio (es)... fuente de toda verdad
salvadora y de toda norma de conducta» 43. La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la
palabra de Dios enseña no sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el
comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1
Ts 4, 1), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo
al que se ha dado en el ámbito de las verdades de fe. La Iglesia, asistida por
el Espíritu Santo que la guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16,
13), no ha dejado, ni puede dejar nunca de escrutar el «misterio del Verbo
encarnado», pues sólo en él «se esclarece el misterio del hombre» 44.
29. La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo,
el «Maestro bueno», se ha desarrollado también en la forma específica de la
ciencia teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e
interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón
humana. La teología moral es una reflexión que concierne a la «moralidad», o
sea, al bien y al mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y
en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología, en
cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en el único que
es Bueno y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las
bienaventuranzas de la vida divina.
El concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner «una
atención especial en perfeccionar la teología moral; su exposición
científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la sagrada Escritura,
ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su
obligación de producir frutos en el amor para la vida del mundo» 45. El mismo Concilio invitó a los teólogos a
observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica, y «a buscar
continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su
tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades,
y otra el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y
significado» 46. De ahí la ulterior invitación dirigida a
todos los fieles, pero de manera especial a los teólogos: «Los fieles deben
vivir estrechamente unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar
comprender perfectamente su forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por
medio de la cultura» 47.
El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado
sus frutos con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que
hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más adecuada a la
sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia
y particularmente los obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el
servicio de enseñar, acogen con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos
a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que
es el principio de la sabiduría (cf. Pr 1, 7).
Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas
posconciliares se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la
moral cristiana que no son compatibles con la «doctrina sana» (2
Tm 4, 3). Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a
los fieles ningún sistema teológico particular y menos filosófico, sino que,
para «custodiar celosamente y explicar fielmente» la palabra de Dios 48, tiene el deber de declarar la
incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico, y de
algunas afirmaciones filosóficas, con la verdad revelada 49.
30. Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el
episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento
de lo que es contrario a la «doctrina sana»,recordando aquellos elementos
de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos
al error, a la ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los
cuales depende la «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana
que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?,
¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el
pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para
conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la
retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e
inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos
dirigimos?» 50.
Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su
relación con la verdad contenida en la ley de Dios?, ¿cuál es el papel de la
conciencia en la formación de la concepción moral del hombre?, ¿cómo discernir,
de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la
persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que
el joven del evangelio hizo a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para
tener en herencia la vida eterna?». Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y
a «hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo» lo que
él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20), la Iglesia propone
nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Ésta tiene una luz
y una fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y
complejas. Esta misma luz y fuerza impulsan a la Iglesia a desarrollar
constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito
interdisciplinar, y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos
problemas 51.
Siempre bajo esta misma luz y fuerza, el Magisterio de la
Iglesia realiza su obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la
exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: «Te conjuro en presencia de
Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su
manifestación y por su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque
vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que,
arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por
el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a
las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los
sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu
ministerio» (2 Tm, 4, 1-5; cf. Tt1, 10.13-14).
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32)
31. Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en
la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto,
con un problema crucial: la libertad del hombre.
No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente
viva sobre la libertad. «Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia
cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como constataba ya la
declaración conciliar Dignitatishumanae sobre la libertad
religiosa 52. De ahí la reivindicación de la posibilidad de
que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad
responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del
deber» 53. En concreto, el derecho a la libertad
religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido
cada vez más como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su
conjunto 54.
De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona
humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la
conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta
percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o
menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad
sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesitan por tanto ser
corregidas o purificadas a la luz de la fe55.
32. En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar
la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la
fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que
desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se
han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia
suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien
y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha
añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el
hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha
desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de
sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha
llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta
evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea
de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha
cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta
ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la
inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien
en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que
hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a
la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los
criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide
con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su
verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus
extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza
humana.
Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de
pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia, entre
naturaleza y libertad.
33. Paralelamente a la exaltación de la libertad, y
paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone
radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas,
agrupadas bajo el nombre de «ciencias humanas», han llamado justamente la
atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan
sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales
condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que
han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por
ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de
ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas
observaciones, han llegado a poner en duda o incluso a negar la realidad misma
de la libertad humana.
Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la
investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran
variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se
llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos
universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral.
34. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida
eterna?». La pregunta moral, a la que responde Cristo, no
puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera
central, porque no existe moral sin libertad: «El hombre puede
convertirse al bien sólo en la libertad» 56. Pero, ¿qué libertad? El
Concilio —frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la
libertad y que la «buscan ardientemente», pero que «a menudo la cultivan de
mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»—,
presenta la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo
eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al
hombre en manos de su propia decisión" (cf. Si 15, 14),
de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue
libremente a la plena y feliz perfección» 57. Si existe el derecho de ser respetados en el
propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral,
grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida 58. En este sentido el cardenal J. H. Newman,
gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: «La
conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes» 59.
Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las
corrientes subjetivistas e individualistas a que acabamos de aludir,
interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la
naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de
valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su
diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la
dependencia de la libertad con respecto a la verdad.
Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias —capaz
de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al
mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores—, debemos examinarlas
teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad.
Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las
palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,
32).
I. La libertad y la ley
«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gn 2, 17)
35. Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al
hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que
comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn 2, 16-17).
Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir
sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El
hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger
los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer
«de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre
debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por
estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad
del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios,
el único que es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y
en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos.
La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al
contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas
tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones
éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido
conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen
a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre
el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y
gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma
sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado
de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía
absoluta.
36. La demanda de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de
ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral
católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la
libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un
fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no
obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la
fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos
«intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de
las cosas.
Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se
encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte,
pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico.
Interpelados por el concilio Vaticano II 60, se ha querido favorecer el diálogo con la
cultura moderna, poniendo de relieve el carácter racional —y por lo tanto
universalmente comprensible y comunicable— de las normas morales
correspondientes al ámbito de la ley moral y natural 61. Se ha querido reafirmar, además, el carácter
interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se
imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento
previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.
Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la
Sabiduría divina y que, en el estado actual de naturaleza caída, existe la
necesidad y la realidad efectiva de la divina Revelación para el conocimiento
de verdades morales incluso de orden natural 62, han llegado a teorizar una completa
autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al
recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el
ámbito de una moral solamente «humana», es decir, serían la expresión de una
ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen
exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado
autor de esta ley, a no ser en el sentido de que la razón humana ejerce su
autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre.
Ahora bien, estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la
sagrada Escritura (cf. Mt 15, 3-6) y la doctrina perenne de la
Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre,
mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por
él.
37. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto
cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara
distinción, contraria a la doctrina católica 63, entre un orden ético —que tendría
origen humano y valor solamente mundano—, y un orden de la
salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones
y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado
hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido
moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra
de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que
luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones
normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación
histórica concreta. Naturalmente una autonomía concebida así comporta también
la negación de una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y
de su magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien
humano». Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no
serían en sí mismas importantes en orden a la salvación.
No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de
la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.
En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la
palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones
fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones
profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas
exigencias de la racionalidad humana, incorporando los elementos válidos de
algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el patrimonio
moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía.
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)
38. Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II
explica así la «verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la
imagen divina»: «Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio
albedrío", de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose
a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» 64. Estas palabras indican la maravillosa
profundidad de la participación en la soberanía divina, a la
que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende,
en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve
constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada
en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio
Niseno: «El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y
libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio
esto sino del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las
demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida
como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del
Arquetipo» 65.
Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido
grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al
Creador: «Henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). Bajo este
aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía, a
la cual la constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial
atención. Es la autonomía de las realidades terrenas, la cual significa que «las
cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el
hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente» 66.
39. No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido
confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en
manos de su propio albedrío» (Si 15, 14), para que busque a su
creador y alcance libremente la perfección. Alcanzar significa edificar
personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que
gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad,
así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla y consolida
en sí mismo la semejanza con Dios.
El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de
autonomía de las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas
no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al
Creador» 67. De cara al hombre, semejante concepto de
autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última
instancia un carácter ateo: «Pues sin el Creador la criatura se diluye...
Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida» 68.
40. La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad
de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la
vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen
y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y
su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría
divina 69. La vida moral se basa, pues, en el principio
de una «justa autonomía» 70 del hombre, sujeto personal de sus actos. La
ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen. En virtud
de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral
es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley
natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia
infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y
lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación» 71. La justa autonomía de la razón práctica
significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador.
Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la
creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las
normas morales 72. Si esta autonomía implicase una negación de
la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador
divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según
las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal
pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del
hombre 73. Sería la muerte de la verdadera libertad:
«Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque, el día que
comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17).
41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa
en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de
Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento...» (Gn 2, 16). La
libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a
compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del
hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la
obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como
si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta,
externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si
heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre
o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en
contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y
no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a
la dignidad de la persona humana.
Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía
participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios
implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la
sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del
árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente
este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la
razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y
las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como
una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se
somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad
de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos»
(cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar la majestad del
Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente
trascendente. Deus semper maior74.
Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)
42. La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es
negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta
obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como
dice claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que
actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido
personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o
de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose
de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del
bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello»75. El hombre, en su tender hacia Dios —«el único
Bueno»—, debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto el
hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede,
ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del
esplendor del rostro de Dios. A este respecto, comentando un versículo del
Salmo 4, afirma santo Tomás: «El salmista, después de haber dicho:
"sacrificad un sacrificio de justicia" (Sal 4, 6), añade,
para los que preguntan cuáles son las obras de justicia: "Muchos
dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta
pregunta, dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en
nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual
discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra
cosa que la luz divina impresa en nosotros» 76. De esto se deduce el motivo por el cual esta
ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres
irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza
humana77.
43. El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida
humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual
Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor,
el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de
esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la
Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable» 78.
El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de
Dios. San Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que
manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo» 79; santo Tomás la identifica con «la razón de la
sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» 80. Pero la sabiduría de Dios es providencia,
amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y
fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sb 7, 22;
8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los
demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las
leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro,mediante
la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto
mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación 81. De esta manera, Dios llama al hombre a
participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a
través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el
mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este
contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley
natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo
Tomás—, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se
hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás.
Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y
al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura
racional se llama ley natural» 82.
44. La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la
ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor
León XIII ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de
la ley humana a la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar
que «la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de
todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón
humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León XIII se
refiere a la «razón más alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción de
la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz e intérprete
de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar
sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer
unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos comportamientos: «Ahora
bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien, como
legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye: «De ello se
deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en
los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les
conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del
universo» 83.
El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento
del bien y del mal que él mismo realiza mediante su razón iluminada por
la revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado
al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado
a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la
elección y de la alianza divina, y a la vez como garantía de la
bendición de Dios. Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y
preguntarles: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca
como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran
nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os
expongo hoy?» (Dt 4, 7-8). Es en los Salmos donde encontramos los
sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está
llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla,
meditarla y traducirla en la vida: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo
de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de
los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley susurra día
y noche!» (Sal 1, 1-2). «La ley del Señor es perfecta, consolación
del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos
del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de
los ojos» (Sal 19, 8-9).
45. La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el
depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su
misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del
Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que
es el «cumplimiento» de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Es una
ley «interior» (cf. Jr 31, 31-33), «escrita no con tinta, sino
con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne,
en los corazones» (2 Co 3, 3); una ley de perfección y de libertad
(cf. 2 Co 3, 17); es «la ley del espíritu que da la vida en
Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Sobre esta ley dice santo Tomás: «Ésta
puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el
Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es
necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que
hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del
espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe
que actúa por la caridad (Ga 5, 6), la cual, por eso mismo, enseña
interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a
actuar» 84.
Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de
Dios positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación se
distingue la ley antigua de la nueva, no se
puede olvidar que éstas y otras distinciones útiles se refieren siempre a la
ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el hombre. Los
diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se
excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos
tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que
Dios predestina a los hombres «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,
29). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del
hombre; al contrario, la aceptación de este designio es la única vía para la
consolidación de dicha libertad.
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su
corazón» (Rm 2, 15)
46. El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy
con una fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en
relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y
libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral,
asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como se puede
observar en las enseñanzas del concilio de Trento 85. La época contemporánea está marcada, si bien
en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación
empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico,
algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como
si la dialéctica —e incluso el conflicto— entre libertad y naturaleza fuera una
característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que
la «naturaleza» sometiera totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus
determinismos. Aún hoy día las coordenadas espacio-temporales del mundo
sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las
pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales parecen a muchos como los
únicos factores realmente decisivos de las realidades humanas. En este contexto,
incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad, son
considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como
comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los
mecanismos psico-sociales. Y así algunos estudiosos de ética, que
por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentir la
tentación de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, según un
resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las
opiniones morales de la mayoría.
En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en
los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la
conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre
la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes
concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en
desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se
reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza
debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado
que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la
promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se
constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales.
Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en
el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer
lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico
se opondría lo que se ha construido,es decir, la cultura, como
obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así, podría
reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre disponible.
Esto significa, en último término, definir la libertad por medio de sí misma y
hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese
radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su
propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!
47. En este contexto han surgido las objeciones de fisicismo y
naturalismo contra la concepción tradicional de la ley
natural. Ésta presentaría como leyes morales las que en sí mismas
serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a
algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, sobre
esa base, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según
algunos teólogos, semejante argumento biologista o naturalista estaría
presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia,
especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial.
Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como
moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el
autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así
como la fecundación artificial. Ahora bien, según el parecer de estos teólogos,
la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera
adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento
cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no
sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de
sus comportamientos. Este decidir el sentido debería tener en
cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una
condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos de
comportamiento y el significado que éstos tienen en una cultura determinada. Y,
sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental del amor a Dios y al
prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser
racionalmente libre; lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» y de él
espera una propia y racional formación de su vida. El amor al prójimo
significaría sobre todo o exclusivamente un respeto a su libre decisión sobre
sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como
las llamadas inclinaciones naturales, establecerían al máximo
—como suele decirse— una orientación general del comportamiento correcto, pero
no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan complejo
desde el punto de vista de las situaciones.
48. Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta
relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el
lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural.
Una libertad que pretenda ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano
como un ser en bruto, desprovisto de significado y de valores morales hasta que
ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el
cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares,materialmente
necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a
la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir
puntos de referencia para la opción moral, desde el momento que las finalidades
de esas inclinaciones serían sólo bienes «físicos», llamados
por algunos premorales. Hacer referencia a los mismos, para
buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser
tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la
libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se resuelve con una
división dentro del hombre mismo.
Esta teoría moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre
su libertad. Contradice las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad
del ser humano, cuya alma racional es «per se et essentialiter» la
forma del cuerpo 86. El alma espiritual e inmortal es el principio
de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo —«corpore
et anima unus» 87— en cuanto persona. Estas definiciones no
indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la
resurrección, participará también de la gloria; recuerdan, igualmente, el
vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y
sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a
sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus
propios actos morales. La persona, mediante la luz de la razón y la
ayuda de la virtud, descubre en su cuerpo los signos precursores, la expresión
y la promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador. Es a la
luz de la dignidad de la persona humana —que debe afirmarse por sí misma— como
la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la
persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona
humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta
una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria
de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio,
implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales,
sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio.
49. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones
corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la sagrada Escritura
y de la Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas,
algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la
persona humana a una libertad espiritual, puramente formal.
Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos
(cf. 1 Co 6, 19). El apóstol Pablo declara excluidos del reino
de los cielos a los «impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales,
ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces» (cf. 1 Co 6,
9-10). Esta condena —citada por el concilio de Trento 88— enumera como pecados mortales, o prácticas
infames, algunos comportamientos específicos cuya voluntaria
aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia prometida. En
efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el
agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos.
50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley
natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a
la «naturaleza de la persona humana» 89, que es la persona misma en la unidad
de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden
espiritual y biológico, así como de todas las demás características
específicas, necesarias para alcanzar su fin. «La ley moral natural evidencia y
prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la
naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede
entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser
concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador
a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer
del propio cuerpo» 90. Por ejemplo, el origen y el fundamento del
deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de
la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida
física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre,
adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre
debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un
ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la
propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar
testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a la persona humana en
su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado
por un espíritu inmortal» 91, se puede entender el significado
específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales
tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su
realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza
humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que
alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor
verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios.
La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre
libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre
sí e íntima y mutuamente aliadas.
«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)
51. El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también
sobre la interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural,
principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad. «¿Dónde,
pues, están escritas estas reglas —se pregunta san Agustín— ...sino en el libro
de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y
actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de
él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera,
pero sin abandonar el anillo» 92.
Precisamente gracias a esta «verdad» la ley natural implica la
universalidad. En cuanto inscrita en la naturaleza racional de la
persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Para
perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y
evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y
desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la
verdad, practicar el bien, contemplar la belleza 93.
La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la
naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran
resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la
universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que
expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y
deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su
autoridad se extiende a todos los hombres. Esta universalidad no
prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la
unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca
básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad
del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la
verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la
caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). En
cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable
o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño.
52. Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el
culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos
positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas
actitudes, obligan universalmente; son inmutables 94; unen en el mismo bien común a todos los
hombres de cada época de la historia, creados para «la misma vocación y destino
divino» 95. Estas leyes universales y permanentes
corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos
particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila
personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad
de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los preceptos
negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a
todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de
prohibiciones que vedan una determinada acción «semper et pro semper»,
sin excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es
compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su
vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a
cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que
cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y
común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos
obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral,
las prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como
indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva
ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se
viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación
depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con
antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna
situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de
la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a
presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas
acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas
acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.
La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger
comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera
negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo
afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: «Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos...: No matarás, no cometerás adulterio, no
robarás, no levantarás testimonio falso» (Mt 19, 17-18).
53. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la
historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad
de la misma ley natural, y por tanto de la existencia
de «normas objetivas de moralidad» 96 válidas para todos los hombres de ayer,
de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para
todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en
el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho
sucesivamente?
No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta,
pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura.
Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre
existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza
del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y
es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus
culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la
verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales
permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea,
no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría
incomprensible la referencia que Jesús hizo al «principio», precisamente
allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido
originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19,
1-9). En este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios
subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en
Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos» 97. Él es el Principio que,
habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus
elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el
prójimo 98.
Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la
formulación de las normas morales universales y permanentes más
adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar
incesantemente la actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar
auténticamente la verdad. Esta verdad de la ley moral —igual que la del depósito
de la fe— se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan
siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem
sensu eademquesententia» 99 según las circunstancias históricas del
Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el
esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la
reflexión teológica 100.
II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su
base en el corazón de la persona, o sea, en su conciencia
moral: «En lo profundo de su conciencia —afirma el concilio Vaticano
II—, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe
obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón,
llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita
aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya
obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rm 2,
14-16)» 101.
Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está
íntimamente vinculado con la interpretación que se da a la conciencia moral. En
este sentido, las tendencias culturales recordadas más arriba, que contraponen
y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad,
llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que
se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se
habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de
normas morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes
normas —afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible
especificidad de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera,
pueden ayudar a una justa valoración de la situación, pero no
pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre
cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada crítica
a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia
para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son
tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más
bien una perspectiva general que, en un primer momento, ayuda
al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida personal y social. Además,
revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se
relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con
los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra
parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio mismo ha
definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz
resuena en lo más íntimo de ella» 102. Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto
a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y
responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de
la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino
con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas
decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa
que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado
categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la
Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de
inútiles conflictos de conciencia.
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una
especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y
abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta
consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las
circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones
a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena
conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente
malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una
oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la
conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el
bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las
llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del
Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la
cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos,
por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma
de la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios.
Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y
ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre
esta interpretación creativa de la conciencia.
El juicio de la conciencia
57. El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos
ha presentado la esencia de la ley natural, indica también el sentido
bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación
específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no tienen ley,
cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí
mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en
su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los
acusan y también los defienden» (Rm 2, 14-15).
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al
hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo
de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad
moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la
persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige
su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona
conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo
del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo
del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del
hombre. «La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su
mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como
venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de
ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar» 103. Se puede decir, pues, que la conciencia da
testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y
antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio
penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter
et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en
una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la
voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de
la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al
hombre» 104.
59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de testigo, sino
que manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata
de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en
relación con sus comportamientos (cf. Rm 2, 15). El término razonamientos evidencia
el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral
sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según
que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el
corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor
y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo
texto: así será «en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los
hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o
sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que
valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación
concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el
mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más
aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el
bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, que, como una chispa
indestructible («scintillaanimae»), brilla en el corazón de cada hombre.
Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias
objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la
ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un
dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La
conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley
natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su
conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí
y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es
anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a
la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra en última
instancia la conformidad de un comportamiento determinado respecto a
la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario,
actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso particular» 105.
60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también
el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe
actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este
juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es
correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima
de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la
autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre
el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta
verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de
la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que
afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al
bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona
humana: «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para
decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente
un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la
congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se
basa el comportamiento humano» 106.
61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es
reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual
lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el
hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la
verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular.
Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de
esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda
también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las
virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.
Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone
a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se
manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por
esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que
reflejan la verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias.
La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre,
que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la
verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones,
sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse
guiar por ella en el obrar.
Buscar la verdad y el bien
62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la
posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que
la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su
dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar
la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se
queda casi ciega» 107. Con estas breves palabras, el Concilio ofrece
una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los
siglos sobre la conciencia errónea.
Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5),
el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como
dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu
Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3),
no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la
verdad» (cf. 2 Co 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol
amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes
bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,
2).
La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que
en los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de error.
Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el
error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia
invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es
consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos
recuerda el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque
de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de
hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a
buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la
verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad
objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se
trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero.
Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien
moral con la verdad objetiva,propuesta racionalmente al hombre en
virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una
conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una
conciencia errónea108. El mal cometido a causa de una ignorancia
invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la
persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un
desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido
no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la
perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos
fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las
palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas
límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no
obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9,
39-41).
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad
cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no
trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se
hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» 109. Jesús alude a los peligros de la deformación
de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo
está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu
cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué
oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la
llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua
conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no
conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando
nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido
al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de
la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios:
lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el
conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es
indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el
verdadero bien 110. Tal connaturalidad se fundamenta y se
desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las
otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe,
la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad,
va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y
en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia:
«Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la
doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la
Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar
auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y
confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma
naturaleza humana» 111. Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se
pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad
de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no
es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y
sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no
presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las
verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario
de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la
conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier
viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,
14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con
seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a
mantenerse en ella.
III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a
muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis
más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve
que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular;
sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y
disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra
de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se
subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a
toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el
cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas
particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de
la relación entre persona y actos. Hablan de una libertad
fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin
cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos
humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría
que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella
libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma,
no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en
forma transcendental y atemática. Los actos
particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas
tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o
síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien
absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel
transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales).
Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes,
parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como
persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia
opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la
opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento
concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de
una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y
el mal moral a la dimensión transcendental propia de la opción
fundamental, calificando como rectas o equivocadas las
elecciones de comportamientos particulares intramundanos, es
decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con
el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del
comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una
parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los
comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o
equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción
entre bienes y males premorales o físicos,que
siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un
comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un
proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano.
El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral
de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la
elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces
bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que
califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios.
Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de
la fe (cf. Rm16, 26), por la que «el hombre se entrega
entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su
entendimiento y voluntad"» 112. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5,
6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10,
10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12,
33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5,
22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la
cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la
cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones
particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad,
unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto,
al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19,
3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está
dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento —al
joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19,
21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección
radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los
que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del
carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La
radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente
en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible
de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la
obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción
fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las
palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5,
13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de
que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación
resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo.
Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la
esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia,
pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente
el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción fundamental— que es
disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes
anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza
bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección
de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares.
Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con
la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta
capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos
determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la
voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la
llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención
genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante
de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y
libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es
revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de
sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa
contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en
su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar
explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que
la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del
hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de
los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la
orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención
vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no
corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La
moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de
la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a
la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una
referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por
la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En
el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el
papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo,
teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los
preceptos morales negativos, es decir, los que prohíben algunos actos o
comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna
excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de
alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie
moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno
es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha
ley prohíbe.
68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral.
En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de
una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la
mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos
con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial
por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente
bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque
algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y
gravemente a los mandamientos de Dios.
En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad
a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a
Dios» 113. Con cualquier pecado mortal cometido
deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se
hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8-11); a pesar
de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza
eterna» 114. «La gracia de la justificación que se ha
recibido —enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad,
por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado
mortal» 115.
Pecado mortal y venial
69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos
visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda
revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y
los pecados veniales; subrayan que la oposición a la ley de
Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante —y, en el caso de muerte
en tal estado de pecado, la condenación eterna—, solamente puede ser fruto de
un acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de
opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al
hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que se realiza
a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se
puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido —añaden— es
difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que
quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados
mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la materia misma
de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un
breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios
y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia sincera. Por tanto,
es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según el grado de
compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no según la materia
de dicho acto.
70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha confirmado la
importancia y la actualidad permanente de la distinción entre pecados mortales
y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el Sínodo de los obispos de
1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo ha vuelto a afirmar
cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la existencia y la
naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que
es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que,
además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» 116.
La afirmación del concilio de Trento no considera solamente la materia
grave del pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición
necesaria suya, el pleno conocimiento y consentimiento
deliberado. Por lo demás, tanto en la teología moral como en la
práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por
su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno
o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se
deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción
fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya
sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito
y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal
también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que
sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido
un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la
humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la
caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser
radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la
esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría
teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de
tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción
tradicional de pecado mortal»117.
De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones
deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por
las circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de
la doctrina católica sobre el pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la
Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un
hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor
que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada
y finita, a algo contrario a la voluntad divina («conversio ad creaturam»).
Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría,
apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de
desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave» 118.
IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que
encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y
realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante sus
actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a
buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su
adhesión a él, la perfección feliz y plena 119.
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad
o malicia del hombre mismo que realiza esos actos 120. Éstos no producen sólo un cambio en el estado
de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas,
califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda
fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san
Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a
sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio
que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a
cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una
intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el
resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en
cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos
y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos» 121.
72. La moralidad de los actos está definida por la
relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es
establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su
fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre
(y, de esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y
perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es
llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las
elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del
hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su
fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre
encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del
joven con Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19,
16) evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral
de un acto y el fin último del hombre.Jesús, en su respuesta, confirma la
convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el
único que es «Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la
felicidad eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,
17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que
el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que
tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino
que conduce a la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y
la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la
moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno
sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o
simplemente porque la intención del sujeto sea buena 122. El obrar es moralmente bueno cuando
testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la
conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido
en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en
sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace
moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos
pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios
mismo.
73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce
la novedad que marca la moralidad de sus actos; éstos están
llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que
le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano
es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su
conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre
muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad o
infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna, a la
comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo 123. Cristo «nos forma según su imagen —dice san
Cirilo de Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina
resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida
buena y virtuosa... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que
estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres
buenos» 124.
En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico»
esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a
Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez
más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir
la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión
subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales
actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al
auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que
Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y
deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y está
sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el
mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros
seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual
reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2
Co 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del
hombre? ¿Cómo se asegura esta ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente
depende de la intención que sea conforme al fin último, al
bien supremo, o de las circunstancias —y, en particular, de
las consecuencias— que caracterizan el obrar del hombre, o no depende
también —y sobre todo— del objeto mismo de los actos humanos?
Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la
moralidad». Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas
se han manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y teológicas que
exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de la Iglesia.
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican
especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos
por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la
rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los
bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar.
Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o
no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas:
sería recto el comportamiento capaz de maximalizar los bienes
y minimizarlos males.
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan
distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad
de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último
del hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales,
cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las
normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de
que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio,
accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza
con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los
no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a
veces llamada por esto moral autónoma—, existen falsas
soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del objeto
del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de que
la voluntad está implicada en las elecciones concretas que realiza: esas son
condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se
inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las
condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad
sobre el bien, de su determinación mediante elecciones de comportamientos
concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni
moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus
elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de los propios actos y de
sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de
reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según
terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo».El
primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado
sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la
ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los
bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los
efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal
menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo,
consecuencialismo), aun reconociendo que los valores morales son
señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una
prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier
circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra
sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según
un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano,
sería, desde un punto de vista, de orden moral (con relación a
valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el
prójimo, la justicia, etc.) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado
también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes
originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada antes o después,
como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la
muerte, la pérdida de bienes materiales, etc.).
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier
efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto
se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral, sobre la base de
la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su rectitud, sobre la
base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su
proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían calificados
como rectos o equivocados, sin que por esto sea
posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena o mala.
De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola
directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser calificado como
moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una responsable ponderación
de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral
considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de
la acción, en virtud de la proporción del acto con sus efectos y de los efectos
entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de
los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la
fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la
prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con
decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en
materia grave, estos últimos deberán ser considerados como normas operativas
siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el
consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la
moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
El objeto del acto deliberado
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su
afinidad con la mentalidad científica, preocupada, con razón, de ordenar las
actividades técnicas y económicas según el cálculo de los recursos y los
beneficios, de los procedimientos y los efectos. Pretenden liberar de las
imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y arbitraria, que
resultaría inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la
Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones
deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y
natural. Estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si
bien es verdad que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a
ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es
igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley
era incierta y, por consiguiente, no ponía en discusión la validez absoluta de
los preceptos morales negativos, que obligan sin excepción. Los fieles están
obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados
y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor 125. Cuando el apóstol Pablo recapitula el
cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo
(cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre
todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y
gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la
observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre
de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un honor para los cristianos
obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29)
e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las
santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber
dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe
o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral,
las mencionadas teorías tienen en cuenta la intención y
las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar
gran importancia ya sea a la intención —como Jesús insiste con particular
fuerza en abierta contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían
minuciosamente ciertas obras externas sin atender al corazón (cf. Mc 7,
20-21; Mt 15, 19)—, ya sea a los bienes obtenidos y los males
evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de
responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias —así como de las
intenciones— no es suficiente para valorar la calidad moral de una elección
concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como
consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la
elección de aquel comportamiento concreto es, según su especie o en
sí misma, moralmente buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias
previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan
modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la
especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la
imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o
malos —denominados pre-morales— de los propios actos: un cálculo racional
exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas
proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen
oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan
discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y
fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad
deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido,
de santo Tomás 126. Así pues, para poder aprehender el objeto de
un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la
perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del
querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el
orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente
y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor
originario. Por tanto, no se puede tomar como objeto de un determinado acto
moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en
cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es
el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de
la persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo de la
Iglesia católica, «hay comportamientos concretos cuya elección es
siempre errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un
mal moral» 127. «Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate—
que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le
falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en
este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad
porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a
hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el
bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)» 128.
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria
también la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto
humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es «ordenable» a Dios,
al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto,
el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el
respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que
privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la teleología interior
del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino
que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los
elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su
objeto, es «ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza
después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena
efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el patrono
de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino
que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas,
es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios» 129.
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3, 8)
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica
de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería
imposible calificar como moralmente mala según su especie —su
«objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos
determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de
la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las
personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del
acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin
último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en
el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en
sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también
tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos
de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes
para la persona que se ponen al servicio del bien de la
persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los
bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen
toda la ley natural 130.
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano
que se configuran como no-ordenables a Dios, porque contradicen
radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en
la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente
malos («intrinsecemalum»): lo son siempre y por sí mismos, es
decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien
actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que
sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la
Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos,
independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón
de su objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en el marco
del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de
tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier
género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario;
todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones,
las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción
psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones
infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la
esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las
condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como
meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas
estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes
padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al
Creador» 132.
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas
contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado
intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna
vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más
grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para
conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un
acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo
indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o
promover el bien individual, familiar o social» 133.
81. La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos,
acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo
categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el
reino de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o
determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no
pueden suprimirla: son actos irremediablementemalos, por sí y en sí
mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos
que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice
san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos
semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (boniscausis),
ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados
justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar
un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto
o justificable como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero
bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto
es no-ordenable a Dios e indigno de la persona
humana, se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este
sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper
et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no limita la buena
intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad,
representa una explicitación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de
los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar
humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y
de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la
opinión que considera imposible calificar moralmente como mala según su especie
la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados,
prescindiendo de la intención por la cual se hace la elección o por la
totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las
personas interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad
del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral
objetivo 135 y establecer cualquier norma determinada,
desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto
sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como
en detrimento de la comunión eclesial.
83. Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y
particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se
concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de
su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de
ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados
actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre
y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia,
debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no
nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de
algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de
aquella verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14,
6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir
perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que
se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece
con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él
nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la
verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (St 1,
25).
(Continúa en el Capítulo III)