CARTA APOSTÓLICA
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS, SACERDOTES,
FAMILIAS RELIGIOSAS
Y FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL SENTIDO CRISTIANO
DEL SUFRIMIENTO HUMANO
IV
JESUCRISTO:
EL
SUFRIMIENTO VENCIDO POR EL AMOR
14. « Porque
tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que
crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(27) Estas palabras,
pronunciadas por Cristo en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro
mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la
esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología de la
salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha
relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a
Nicodemo, Dios da su Hijo al « mundo » para librar al hombre del mal, que lleva
en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente,
la misma palabra « da » (« dio ») indica que esta liberación
debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en
ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como
del Padre, que por eso « da » a su Hijo. Este es el amor hacia el hombre, el
amor por el « mundo »: el amor salvífico.
Nos
encontramos aquí —hay que darse cuenta claramente en nuestra reflexión común
sobre este problema— ante una dimensión completamente nueva de nuestro tema. Es
una dimensión diversa de la que determinaba y en cierto sentido encerraba la
búsqueda del significado del sufrimiento dentro de los límites de la justicia.
Esta es la dimensión de la redención, a la que en el Antiguo
Testamento ya parecían ser un preludio las palabras del justo Job, al menos
según la Vulgata: « Porque yo sé que mi Redentor vive, y al fin... yo veré a
Dios ».(28) Mientras hasta ahora nuestra consideración se ha concentrado ante
todo, y en cierto modo exclusivamente, en el sufrimiento en su múltiple
dimensión temporal, (como sucedía igualmente con los sufrimientos del justo
Job), las palabras antes citadas del coloquio de Jesús con Nicodemo se
refieren al sufrimiento en su sentido fundamental y definitivo. Dios
da su Hijo unigénito, para que el hombre « no muera »; y el significado del «
no muera » está precisado claramente en las palabras que siguen: « sino que
tenga la vida eterna ».
El hombre «
muere », cuando pierde « la vida eterna ». Lo contrario de la salvación no es,
pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el
sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por
Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para
proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento
definitivo. En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar el mal en
sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la
historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el
pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida
de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado
y la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y
vence la muerte con su resurrección.
15. Cuando
se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros
pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que
el hombre « no muera, sino que tenga la vida eterna »), sino también —al menos
indirectamente— en el mal y el sufrimiento en su dimensión
temporal e histórica. El mal, en efecto, está vinculado al pecado y a
la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre
como consecuencia de pecados concretos (esto indica precisamente el ejemplo del
justo Job), sin embargo, éste no puede separarse del pecado de origen, de lo
que en San Juan se llama « el pecado del mundo»,(29) del trasfondo
pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la
historia del hombre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de la
dependencia directa (como hacían los tres amigos de Job), sin embargo no se
puede ni siquiera renunciar al criterio de que, en la base de los sufrimientos
humanos, hay una implicación múltiple con el pecado.
De modo
parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta muchas veces
es esperada incluso como una liberación de los sufrimientos de esta vida. Al
mismo tiempo, no es posible dejar de reconocer que ella constituye casi una
síntesis definitiva de la acción destructora tanto en el organismo corpóreo
como en la psique. Pero ante todo la muerte comporta la disociación de
toda la personalidad psicofísica del hombre. El alma sobrevive y subsiste
separada del cuerpo, mientras el cuerpo es sometido a una gradual
descomposición según las palabras del Señor Dios, pronunciadas después del
pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia terrena: « Polvo eres,
y al polvo volverás ».(30) Aunque la muerte no es pues un sufrimiento en el
sentido temporal de la palabra, aunque en un cierto modo se
encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el
ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un carácter
definitivo y totalizante. Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al
hombre del pecado y de la muerte. Ante todo Él borra de la
historia del hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo
la influencia del espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego
al hombre la posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con la
victoria sobre el pecado, Él quita también el dominio de la
muerte, abriendo con su resurrección el camino a la futura
resurrección de los cuerpos. Una y otra son condiciones esenciales de la « vida
eterna », es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios;
esto quiere decir, para los salvados, que en la perspectiva escatológica el
sufrimiento es totalmente cancelado.
Como
resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la
tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y
aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su
cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana,
ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana,
sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta
victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la
salvación. Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva. En el centro
de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: «
Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo ».(31) Esta verdad
cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre y su situación terrena.
A pesar del pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia original,
como « pecado del mundo » y como suma de los pecados personales, Dios Padre ha
amado a su Hijo unigénito, es decir, lo ama de manera duradera; y luego,
precisamente por este amor que supera todo, Él « entrega » este Hijo, a fin de
que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera
salvífica al mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe.
16. En su
actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se acercó incesantemente al
mundo del sufrimiento humano. «Pasó haciendo bien »,(32) y este obrar
suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba
los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba
a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de
diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era
sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al
mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho
bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por
diversos sufrimientos en su vida temporal. Estos son los « pobres de espíritu
», « los que lloran », « los que tienen hambre y sed de justicia », « los que
padecen persecución por la justicia », cuando los insultan, los persiguen y,
con mentira, dicen contra ellos todo género de mal por Cristo...(33) Así según
Mateo. Lucas menciona explícitamente a los que ahora padecen hambre.(34)
De todos
modos Cristo se acercó sobre todo al mundo del sufrimiento humano por el hecho
de haber asumido este sufrimiento en sí mismo. Durante su
actividad pública probó no sólo la fatiga, la falta de una casa, la
incomprensión incluso por parte de los más cercanos; pero sobre todo fue
rodeado cada vez más herméticamente por un círculo de hostilidad y se hicieron
cada vez más palpables los preparativos para quitarlo de entre los vivos.
Cristo era consciente de esto y muchas veces hablaba a sus discípulos de los
sufrimientos y de la muerte que le esperaban: « Subimos a Jerusalén, y el Hijo
del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y
a los escribas, que lo condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se
burlarán de Él y le escupirán, y le azotarán y le darán muerte, pero a los tres
días resucitará ».(35) Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la
conciencia de la misión que ha de realizar de este modo. Precisamente por
medio de este sufrimiento suyo hace posible « que el hombre no muera,
sino que tenga la vida eterna ». Precisamente por medio de su cruz debe tocar
las raíces del mal, plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas.
Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la
salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un
carácter redentor.
Por eso
Cristo reprende severamente a Pedro, cuando quiere hacerle abandonar los
pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz.(36) y cuando el
mismo Pedro, durante la captura en Getsemaní, intenta defenderlo con la espada,
Cristo le dice: « Vuelve tu espada a su lugar ... ¿Cómo van a cumplirse
las Escrituras, de que así conviene que sea? ».(37) Y
además añade: «El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de
beberlo? ».(38) Esta respuesta —como otras que encontramos en diversos puntos
del Evangelio— muestra cuán profundamente Cristo estaba convencido de lo que
había expresado en la conversación con Nicodemo: « Porque tanto amó Dios al
mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no
perezca, sino que tenga la vida eterna ».(39) Cristo se encamina hacia su
propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obediente hacia el
Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el
cual Él ha amado el mundo y al hombre en el mundo. Por esto San Pablo escribirá
de Cristo: « Me amó y se entregó por mí ».(40)
17. Las
Escrituras tenían que cumplirse. Eran muchos los testigos mesiánicos del
Antiguo Testamento que anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido de Dios.
Particularmente conmovedor entre todos es el que solemos llamar el
cuarto Poema del Siervo de Yavé, contenido en el Libro de Isaías. El
profeta, al que justamente se le llama « el quinto evangelista », presenta en
este Poema la imagen de los sufrimientos del Siervo con un realismo tan agudo
como si lo viera con sus propios ojos: con los del cuerpo y del espíritu. La
pasión de Cristo resulta, a la luz de los versículos de Isaías, casi aún más
expresiva y conmovedora que en las descripciones de los mismos evangelistas. He
aquí cómo se presenta ante nosotros el verdadero Varón de dolores:
« No hay en
él parecer, no hay hermosura
para que le miremos...
Despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
y como uno ante el cual se oculta el rostro,
menospreciado sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores,
mientras que nosotros le tuvimos por castigado,
herido por Dios y abatido.
Fue traspasado por nuestras iniquidades
y molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre él,
y en sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas,
siguiendo cada uno su camino,
y Yavé cargó sobre él
la iniquidad de todos nosotros ».(41)
para que le miremos...
Despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
y como uno ante el cual se oculta el rostro,
menospreciado sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores,
mientras que nosotros le tuvimos por castigado,
herido por Dios y abatido.
Fue traspasado por nuestras iniquidades
y molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre él,
y en sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas,
siguiendo cada uno su camino,
y Yavé cargó sobre él
la iniquidad de todos nosotros ».(41)
El Poema del
Siervo doliente contiene una descripción en la que se pueden identificar, en un
cierto sentido, los momentos de la pasión de Cristo en sus diversos
particulares: la detención, la humillación, las bofetadas, los salivazos, el
vilipendio de la dignidad misma del prisionero, el juicio injusto, la
flagelación, la coronación de espinas y el escarnio, el camino con la cruz, la
crucifixión y la agonía.
Más aún que
esta descripción de la pasión nos impresiona en las palabras del profeta la
profundidad del sacrificio de Cristo. Él, aunque inocente, se carga
con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de
todos. « Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos »: todo el
pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera causa del
sufrimiento del Redentor. Si el sufrimiento « es medido » con el mal sufrido,
entonces las palabras del profeta permiten comprender la medida de este
mal y de este sufrimiento, con el que Cristo se cargó. Puede decirse
que éste es sufrimiento « sustitutivo »; pero sobre todo es « redentor ». El
Varón de dolores de aquella profecía es verdaderamente aquel « cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo ».(42) En su sufrimiento los pecados son borrados
precisamente porque Él únicamente, como Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre
sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal
de todo pecado; en un cierto sentido aniquila este mal en el ámbito espiritual
de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena este espacio con el bien.
Encontramos
aquí la dualidad de naturaleza de un único sujeto personal del sufrimiento
redentor. Aquél que con su pasión y muerte en la cruz realiza la Redención, es
el Hijo unigénito que Dios « dio ». Y al mismo tiempo este Hijo de la
misma naturaleza que el Padre, sufre como hombre. Su sufrimiento tiene
dimensiones humanas, tiene también una profundidad e intensidad —únicas en la
historia de la humanidad— que, aun siendo humanas, pueden tener también una
incomparable profundidad e intensidad de sufrimiento, en cuanto que el Hombre
que sufre es en persona el mismo Hijo unigénito: « Dios de Dios ». Por lo
tanto, solamente Él —el Hijo unigénito— es capaz de abarcar la medida del mal
contenida en el pecado del hombre: en cada pecado y en el pecado « total »,
según las dimensiones de la existencia histórica de la humanidad sobre la
tierra.
18. Puede
afirmarse que las consideraciones anteriores nos llevan ya directamente a
Getsemaní y al Gólgota, donde se cumplió el Poema del Siervo doliente,
contenido en el Libro de Isaías. Antes de llegar allí, leamos los versículos
sucesivos del Poema, que dan una anticipación profética de la pasión del
Getsemaní y del Gólgota. El Siervo doliente —y esto a su vez es esencial para
un análisis de la pasión de Cristo— se carga con aquellos
sufrimientos, de los que se ha hablado, de un modo completamente
voluntario:
«
Maltratado, mas él se sometió,
no abrió la boca,
como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores.
Fue arrebatado por un juicio inicuo,
sin que nadie defendiera su causa,
pues fue arrancado de la tierra de los vivientes
y herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Dispuesta estaba entra los impíos su sepultura,
y fue en la muerte igualado a los malhechores,
a pesar de no haber cometido maldad
ni haber mentira en su boca ».(43)
no abrió la boca,
como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores.
Fue arrebatado por un juicio inicuo,
sin que nadie defendiera su causa,
pues fue arrancado de la tierra de los vivientes
y herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Dispuesta estaba entra los impíos su sepultura,
y fue en la muerte igualado a los malhechores,
a pesar de no haber cometido maldad
ni haber mentira en su boca ».(43)
Cristo sufre
voluntariamente y sufre inocentemente. Acoge con su
sufrimiento aquel interrogante que, puesto muchas veces por los hombres, ha
sido expresado, en un cierto sentido, de manera radical en el Libro de Job. Sin
embargo, Cristo no sólo lleva consigo la misma pregunta (y esto de una manera
todavía más radical, ya que Él no es sólo un hombre como Job, sino el unigénito
Hijo de Dios), pero lleva también el máximo de la posible respuesta a
este interrogante. La respuesta emerge, se podría decir, de la misma
materia de la que está formada la pregunta. Cristo da la respuesta al
interrogante sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo, no sólo con sus
enseñanzas, es decir, con la Buena Nueva, sino ante todo con su propio
sufrimiento, el cual está integrado de una manera orgánica e indisoluble con
las enseñanzas de la Buena Nueva. Esta es la palabra última y sintética
de esta enseñanza: « la doctrina de la Cruz », como dirá un día San
Pablo.(44)
Esta «
doctrina de la Cruz » llena con una realidad definitiva la imagen de la antigua
profecía. Muchos lugares, muchos discursos durante la predicación pública de
Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la
voluntad del Padre para la salvación del mundo. Sin embargo, la oración
en Getsemaní tiene aquí una importancia decisiva. Las palabras: «
Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como
yo quiero, sino como quieres tú »; (45) y a continuación: « Padre mío, si esto
no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad »,(46) tienen una
pluriforme elocuencia. Prueban la verdad de aquel amor, que el Hijo unigénito
da al Padre en su obediencia. Al mismo tiempo, demuestran la verdad de su
sufrimiento. Las palabras de la oración de Cristo en Getsemaní prueban la
verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento. Las palabras de
Cristo confirman con toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo
más profundo: el sufrimiento es padecer el mal, ante el que el hombre se
estremece. Él dice: « pase de mí », precisamente como dice Cristo en Getsemaní.
Sus palabras
demuestran a la vez esta única e incomparable profundidad e intensidad del
sufrimiento, que pudo experimentar solamente el Hombre que es el Hijo
unigénito; demuestran aquella profundidad e intensidad que las
palabras proféticas antes citadas ayudan, a su manera, a comprender. No
ciertamente hasta lo más profundo (para esto se debería entender el misterio
divino-humano del Sujeto), sino al menos para percibir la diferencia (y a la
vez semejanza) que se verifica entre todo posible sufrimiento del hombre y el
del Dios-Hombre. Getsemaní es el lugar en el que precisamente este sufrimiento,
expresado en toda su verdad por el profeta sobre el mal padecido en el
mismo, se ha revelado casi definitivamente ante los ojos de Cristo.
Después de
las palabras en Getsemaní vienen las pronunciadas en el Gólgota, que atestiguan
esta profundidad —única en la historia del mundo— del mal del sufrimiento que
se padece. Cuando Cristo dice: « Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado? », sus palabras no son sólo expresión de aquel abandono que varias
veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos y
concretamente en el Salmo 22 [21], del que proceden las palabras citadas.(47)
Puede decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la
inseparable unión del Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre « cargó sobre
él la iniquidad de todos nosotros » (48) y sobre la idea de lo que dirá San
Pablo: « A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros ».(49) Junto
con este horrible peso, midiendo « todo » el mal de dar las espaldas a
Dios, contenido en el pecado, Cristo, mediante la profundidad divina
de la unión filial con el Padre, percibe de manera humanamente inexplicable este
sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la
ruptura con Dios. Pero precisamente mediante tal sufrimiento Él realiza la
Redención, y expirando puede decir: « Todo está acabado ».(50)
Puede
decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente
hechas realidad las palabras del citado Poema del Siervo doliente: « Quiso Yavé
quebrantarlo con padecimientos ».(51) El sufrimiento humano ha alcanzado su
culmen en la pasión de Cristo. Y a la vez ésta ha entrado en una dimensión
completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al amor, a
aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a aquel amor que crea el bien,
sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el
bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo, y
de ella toma constantemente su arranque. La cruz de Cristo se ha convertido en
una fuente de la que brotan ríos de agua viva.(52) En ella debemos plantearnos
también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final
la respuesta a tal interrogante.
Continúa en el CAP. V
PARTÍCIPES
EN LOS SUFRIMIENTOS DE CRISTO